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Jesús, peregrino del Padre: Meditaciones de Semana Santa

  • Foto del escritor: Raquel Oliva
    Raquel Oliva
  • 13 abr
  • 13 Min. de lectura
"Jesús, peregrino del Padre: Meditaciones de Semana Santa". Selección de textos de entre los libros de espiritualidad del P. Antonio Orbe, S. I.

Jesús en el desierto siendo  tentado por el demonio

Contemplemos a Jesús como peregrino del Padre con estas meditaciones en torno a la Semana Santa:

Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (Heb 11, 8-10).
«El salmista (Sal 125,5) quiso recomendar la oración a los santos que peregrinan y sufren en el camino de la vida; a los que aman y gimen y suspiran por la eterna patria. Mientras vivimos en el cuerpo, hermanos, peregrinamos lejos del Señor. Peregrinar sin lágrimas es no desear la patria. Si realmente la apeteces, lloras. ‘Las lágrimas me sirvieron de pan día y noche’. Me consolaron en la aflicción y alimentaron mi hambre, desde que oigo decir continuamente ‘¿Dónde está tu Dios?’ (cf. Sal 41,4). El justo ha derramado tales lágrimas. Quien no las conoce, no sintió el dolor del peregrino. ¿Con qué rostro entra en la patria quien no ha suspirado por ella? El mundo no cesa de preguntarnos: ‘¿Dónde está tu Dios?’. Desdichados los que esto preguntan. Dichosos los que esto oímos. Lloran los buenos y los santos. Las oraciones son testimonio de sus lágrimas. Las lágrimas de los justos son frecuentes. Pero en esta vida, no en la patria. En viniendo la felicidad se irán sus lágrimas. Pasarán del llanto al gozo» (cf. San Agustín, Serm. 31,5s).
Muy hermosas, las lágrimas de los peregrinos de Dios.
-¡Ay, Señor! yo me explico que no te quiera quien no sintió el hambre de Dios. Dejemos al mundo vivir distraído de tus dones y de Ti mismo. No se siente peregrino, ni percibe las melodías lejanas, suavísimas, de aquel cántico nuevo, entonado por los habitantes de la patria. El peregrino de Dios, que prefiere vivir antes peregrino que habitante del mundo, entiende algo de Tu hambre. Tanto vacío, tantas penas inexplicables e impensadas. Tanta nada en contacto continuo consigo misma, tanto pecado en alma deseosa de divinizarse. Tanto frío en quien nunca desea admitir otro amor que el de Tu persona. Tantas paradojas y tan continuas, vividas entre sobresaltos exteriores e interiores, llevan al ensueño de tus promesas. Jesús, dame tu pan. Háblame al alma. Aliméntala de Ti, entreteniendo el hambre, triste y deliciosa a la vez, que me devora. Otros no me entenderán. Tú, Dios mío, Tú me ves el alma, y hallarás mayor verdad en mis palabras que en mis pecados. Al fin, mis pecados los odio, y los dejo para el destierro que a ello me obliga. Tu Rostro velado me hace más verdadero, lo menos humano: aquello que está en el centro de mi mente. El hambre de Tu Padre, y la posesión de ese Rostro que me escondes, y al cual me llamas.
Deseo el alimento de la Sabiduría divina: externo, el Evangelio y la palabra inspirada de Dios; e interno, la lumbre de la divina Sabiduría. El Arbol de la Vida, lleva a la transformación en Dios, mediante la incorruptibilidad e inmortalidad.
Jesús, Tú eres el pan de la inmortalidad, y por tal te envió el Padre desde el cielo. Dátenos de comer, como Infinita Sabiduría. “Lo que fué hecho en el Verbo, era Vida, y la Vida era luz de los hombres”. Atráenos hacia Ti, como atrajiste a los tuyos. Escógenos para las experiencias sencillas de los discípulos. Para vivir siempre contigo, pasando el día y la noche en tu compañía, alimentando con tus palabras y silencios, los días de la peregrinación. El peregrino canta gustoso, lo que en la patria aprendió, evocando las vivencias de su casa y familia. No por aprenderlo aquí, dejará de serme nuevo allí. Allí el cántico no tendrá lágrimas. La novedad estará en cantarle sin llorar. Aquí déjanos Señor el deleite de cantar llorando. En la región itinerante de los desterrados, las lágrimas causan deleite. Ablandan el alma para el recuerdo del cielo, y quitan vista para las pretendidas delicias terrenas.
No tengo reparo, Jesús mío, de confesarte mi enfermedad. No soy de los “peregrinos” que nunca, te faltan, sino de los que viven llorando porque te faltan, y no creen demasiado a sus lágrimas, pero tampoco aman al mundo. Ya que no sea santo como Juan, dame, Señor, el consuelo de eternizar en vida esta continua peregrinación que me fuerza a llorar cuando te falto, y no me deja gozar en el pecado, sacándome del atrio de los pecadores donde otros viven entre risas y calentándose al fuego.
Amame extremadamente, porque necesito extremos para amarte siempre, sin cansarme de mí. Deja sentir alguna vez tu mano suave para sostenerme, si algún día me toca vivir extremos de odio. Llévame a la conciencia de que sonó ya para mí definitivamente la hora del tránsito al Padre. Sosténgame tu nostalgia. Fuérzame a perpetuas tinieblas para el mundo, a continuo amor para mis hermanos, y a una entrega infinita, connatural, al Padre.
Y con frecuencia, Jesús mío, tócame el alma para que llore, por el consuelo de sentirme peregrino, y gima por Tí. Con la amargura de mis pecados, y también con la nostalgia de tus aromas a tu paso por mi alma. Los Evangelios hablan de largas oraciones tuyas a la luz de las estrellas (Lc. 6, 12). ¿Es mucho pensar que descansabas llorando en presencia de tu Padre?
Cuando los Santos lloraban a la luz de las estrellas ¿qué culpa tenían las estrellas? La tenías siempre Tú, Jesús mío, que les habías herido retirándote detrás de las estrellas, para presenciar, escondido en tu Padre, sus efusiones íntimas de “peregrinos”. Hazte también culpable de lo mismo en mí. También yo quiero llorarte a lo bobo, para dar rienda suelta a lo que siento y no sé decir. Mis lágrimas te lo dirán. Vivir en el mundo sin ser del mundo, lleva a lágrimas. Pero también las lágrimas llevan —siendo por Tí— a vivir dulcemente en el mundo, sin ser de él. Si en la Pasión hemos de llorar sobre Tí, también por Tí, viendo que te nos vas al Padre, dejándonos en el mundo.
El lavatorio quiso ratificar lo contrario. Fué un acto ilusionado de quien sólo mide por lo que de momento le inspira su Amor inmenso a los hombres. El Salvador siente prisas por abrir a los suyos el alma, y no atina cómo. “Va llegando el tiempo en que ya no os hablaré con parábolas, sino que abiertamente os anunciaré las cosas del Padre” (Ioh 16, 25). Yo leería así en el corazón de Jesús: “Llega el tiempo y es hora en que ya no os amaré con palabras, sino que abiertamente os anunciaré el amor que el Padre encendió en mí para vosotros”. No lo dijo así el Señor, porque el mejor lenguaje del enamorado es el silencio y la locura de las manos. Para allegar las manos a los agujeros de la Cruz las suavizaba con agua. Y para calentar el agua lloraba secretamente.
¿Qué legión de ángeles hubiera quitado a Jesús la satisfacción de humillarse y amar servilmente a los íntimos? Los ángeles envidiaron a los discípulos. Doblemente bienaventurados a sus ojos, hechos a mirar de hito en hito al Padre, aquellos pies de los Doce, por su destino a evangelizar la paz (Rom 10,15) y por sentir el tacto de las manos creadoras de Dios. Nunca las puso Dios en las alas limpias de los Serafines.
El alma ha de completar en la conciencia de Jesús el anhelo íntimo de allanarse hasta el polvo; la ilusión de llevar al Padre agujereadas unas manos que hicieron con los Doce lo que su Madre con El en Nazareth. Experiencias cariñosas e íntimas de familia, sólo buenas para contadas en la soledad y apartamiento del seno aquél donde vive el Unigénito, sin que se las oigan los serafines.
En la ilusión de Jesús “consciente de que como había salido de Dios tornaba a El” había un misterio delicioso: la conciencia de ganar a Dios y sentirle en carne, sin perder a los suyos. La ilusión de cenar con su Padre en el reino nuevo, sin dejar la cena de Emaús, en la región del peregrino.
Porque “en la casa de mi Padre hay mucha mansiones. De no ser así, os lo hubiera dicho. Pues voy a prepararos lugar” (Ioh. 14, 2). En vez de tiendas escribe Juan mansiones. Quiso decir lo mismo, “porque sabemos que si nuestra casa terrena, en que vivimos como en tienda, se viniere abajo, edificio tenemos de Dios, casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Porque estando en ella gemimos, anhelando sobrevestirnos de nuestra morada celeste, con tal de que seamos hallados vestidos, no desnudos. Pues los que estamos en esta tienda gemimos agobiados, por cuanto no queremos ser despojados, sino más bien sobrevestidos, a fin de que eso mortal quede absorbido por la vida” (2 Cor. 5, 1 ss.).
Las tiendas son de dos clases: unas, como las que hacía Pablo, hechas de mano de hombre, y se pueden desmoronar; otras, hechas de mano de Dios, y así fue la santísima humanidad del Señor, en el seno virginal. Entre las hechas de mano de Dios hay todavía dos especies: una, la forma servil de Jesús, y otra la forma divina de sus hermanos los hombres. De estas últimas, la forma servil la vistió el Señor en este mundo, para no dejarla más; la forma de Dios, El a raíz de la resurrección y nosotros a raíz de la nuestra. Si a la forma de Dios la queremos llamar tienda, o mansión, bien está. No será la tienda de campaña a que aludía  la carta ad Hebreos. Ni una de las tres que deseó Pedro en el Tabor. Sino la definitiva, que prefiguraron Abrahán, Isaac y Jacob, coherederos de la última definitiva promesa. ¿Erraré, Dios mío, pensando que esta tienda es vuestro Seno, allá donde os vive ab aeterno el Unigénito? ¿y que nos admitiréis a ella, como a la grande fiesta de los Tabernáculos, cuando el Tabor, no sea monte, sino Vida en Cristo Jesús?
Por la fe en esa tienda peregrinó Abrahán. Y salieron igualmente peregrinos María y José. De momento como a tierra extraña. En misterio, como a tierra sobrado conocida. Los que vivían siempre en Dios, ¿de dónde y a dónde peregrinaban, que no fuera de Dios a Dios?
No huyas empero del dolor divino. Nada vale la vida en que no hay llanto. Es el vía crucis del dolor lo santo en el peregrinar del peregrino.
No te canse, pues, la lejanía. Mira a Cristo y olvida anteriores cansancios. Vive la ilusión de quien te espera al fin. Más sueña El en tu llegada, como el padre del pródigo. A ti te empujan, en parte, las bellotas que has gustado. A El le sostiene tu amor, la hermosura de tu rostro pálido y la enfermedad de tus pobres miembros. Continúa el camino. En Cristo está tu fin. El que se llamó «camino» es también tu fin. No mintió, porque te deje caminar, entre fatigas, sin enseñarte su rostro. Es camino, en fe. Y será tu fin, en visión. Las dos cosas. Aún has de merecer. No te distraigan el dinero y las riquezas, ni te cambien de peregrino en morador. Mucho de lo que ves y sientes no es malo en sí. Es malo para el peregrino. El engaño tiene cara de bien. Más engaña el bien visto que la hermosura por ver. En el cielo, la hermosura misma de los ángeles no veces más hermoso es Cristo. Y allá se nos irán los ojos. Pero mientras peregrinamos, fuera de la patria, otros ángeles desvían nuestra mirada.
Lleva adentro la hermosura del rostro del Padre, el contorno del Verbo redivivo, «lleno de gracia y de verdad»; y alivia tu camino con el aroma leve que dejó en las criaturas.
«El alma se me ha salido en su seguimiento. Lo he buscado y no lo hallé, lo he llamado y no me respondió. Me han encontrado los guardianes que rondaban por la ciudad, me han golpeado, me hirieron. Me quitaron el manto de sobre mí los guardas de los muros» (Cant 5,6s). Los sentidos —guardianes de tu ciudad interior— te golpean y quitan el manto. No conocen tu verdadera herida. Y como te creen hermana, te solicitan para sus juegos de ronda. Pasa adelante en busca de Jesucristo. Si le eres fiel, por el aroma de su vestidura —variopinta como la de José— entenderás la muchedumbre de su hermosura, y nada pondrá freno a tu carrera. Dichosa tú, si te encienden en su amor las criaturas que a otros distraen.
«Como las criaturas dieron al alma señas de su Amado mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia, aumentósele el amor y le creció el dolor de la ausencia. Y como ve que no hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfiada de cualquier otro remedio, pídele le entregue posesión de su presencia, diciendo que no quiera de hoy más entretenerla con otras cualesquier noticias y comunicaciones suyas y rastros de su excelencia. Porque éstas le aumentan las ansias y el dolor, antes que satisfacen a su voluntad y deseo; la cual voluntad no se contenta y satisface con menos que su vista y presencia. Por tanto, que sea servido de entregarse a ella ya de veras en acabado y perfecto amor. Y así dice: ‘¡Ay!, ¿quién podrá sanarme? acaba de entregarte ya de vero’. —Donde es de notar que cualquier alma que ama de veras no puede querer satisfacerse ni contentarse hasta poseer de veras a Dios, porque todas las demás cosas le hacen crecer el hambre y apetito de verle a El como es. Y así cada vista que del Amado recibe de conocimiento, o sentimiento, u otra cualquiera comunicación; los cuales son como mensajeros que dan al alma recaudos de noticia de quien El es; aumentándole y despertándole más el apetito, así como hacen las migajas en grande hambre».
El joven Agustín era sensibilísimo a la amistad. Gustábale conversar, reír, leer, divertirse con los amigos. Discutía, entre gracias, con ellos. Se enseñaban cosas. Suspiraba por ellos en ausencia; y acogíalos jubiloso cuando tornaban. Con tales incentivos derretíase su alma. «Esto es —agregaba — lo que entre amigos se ama. Y tan se ama, que la conciencia se siente culpable si no devuelve amor por amor, libre de otro interés, aparte esos signos de benevolencia. De ahí las lágrimas a la muerte de uno. Bienaventurado el que a ti ama, Señor; y al amigo en ti y al enemigo por ti. Sólo retendrá a quien ama, el que a todos tiene por amigos en aquel que no se pierde».
Donde dice «pues tuyos son», leamos «pues míos son», y leeremos bien. Jesús ora por los de su Padre. Y el Padre escucha por los de Jesús. Extraña oración en que los Once son objeto de aquel que no los da por suyos, y aseguran así el amor y cuidado de los Dos. Y todas mis cosas son tuyas, y las tuyas mías; y he sido glorificado en ellos (Jn 17,10) Así será, cuando lo dice Jesús, aunque yo no lo veo claro. Entre las cosas de Jesús, unas son divinas y otras humanas. Las primeras las tiene en comunión con el Padre. Las humanas, sólo él. Y según eso, al decir Jesús «todas mis cosas son tuyas, y las tuyas mías» se refería a solas divinas, o descalificaba las humanas por de ningún valor. Jesús mío, ¿y tu encarnación?; ¿no valen tus lágrimas de Belén?; ¿ni tu carne preciosa, Dios mío, ni siquiera el cuerpo que recibió los azotes y apareció en la cruz para enamorarnos?; ¿y cómo se entiende que, a algunos, más nos dice tu humanidad que todo el cielo? Si nada de eso vale, ¿por qué viniste al mundo a comprar oprobios, azotes, salivas...?
«Apareció entre los hombres. Vino a tomar nuestra muerte y a prometer su vida. Llegóse a la tierra de nuestra peregrinación a recibir aquí lo que aquí abunda: oprobios, azotes, bofetadas, salivas, ultrajes, corona de espinas, suspensión en el madero, cruz, muerte. Esto abunda en nuestra región. A comerciar eso vino. Vendía consejo, doctrina, remisión de pecados; compraba contumelias, muerte, cruz. De su país trajo bienes. Del nuestro se llevó males, y nos prometió la región de donde vino. ‘Padre, quiero que en donde yo estoy, estén ellos conmigo’ (Jn 17,24). Bajó adonde estábamos, para que estuviésemos con él donde él está. Te prometió serías eternamente glorioso. Bien lo puedes creer, pues mucho más hizo que prometió. Murió por ti. Más increíble es la muerte del Eterno que la vida eterna del mortal. Ya fue lo más increíble. ¿Por qué no ha de ser lo menos? Algo nuestro está ya arriba: lo que aquí tomó, con que subió a la cruz y murió. Ya precedieron tus primicias...» (San Agustín, Enarr. salmo 148 § 8).
Lo que de aquí llevó Jesús al Padre no era del Padre. ¿Por qué, pues, con fórmulas distintas, dice el Señor: «todas mis cosas son tuyas»?
El peregrino de Dios siente otra cosa. Le duele el alma. Se la hirió el Señor, y no halla médico en el mundo. Únicamente le puede curar el mismo que se la hirió, el Buen Samaritano. Y el Samaritano Bueno vive fuera de su tierra. En el camino de Jerusalén a Jericó. Siempre de paso. Nació en Samaria. Mas no bien le nació Dios en el alma, salió de su tierra como Abrahán. El peregrino lleva heridas grandes en el alma. Inútil buscar remedio donde no saben de ellas. Tanto le duelen que no puede más. Oye en ocasiones sirenas suavísimas. Vienen otros a contentarle. Tratan de hacerle agradable la figura de este mundo. Nada le convence. Aunque a nadie pueda explicarle por qué. Y se levanta otra vez. Dejó atrás las risas de los más. Siente sobre sí la sonrisa del Señor. Más es lo que ella le consuela, que le frenan los clamores ante el Pretorio y las burlas ante Herodes. No tiene por qué declarar sus intimidades. La alegría fina se siente, no se explica. Al padre Abrahán le peregrinaba el alma, antes que los pies. Más amigo de Dios que de sus hermanos, salió a donde le llamaba Él.
Has venido a la región de nuestro mundo, peregrino, a abrazar y comprar lo que aquí abunda: oprobios, azotes, bofetadas, salivazos en la cara, contumelias, corona de espinas, suspensión del leño, cruz, muerte. Eso es lo que entre nosotros se vende, y eso viniste a comprar.
Ya nos compraste lágrimas, porque en el rostro de Dios no las había. Déjame enjugarte algunas, porque son menester tus ojos para llorar sobre Jerusalén. Yo lloraré por Ti sobre mis pecados para que no llores Tú por ellos. Llorarás sobre Lázaro y en él sobre mí. No te des prisa a comprarnos oprobios y azotes. Da lugar a que desfilemos por tu cuna para adorarte por Rey nuestro.
Jesús era peregrino del Padre. Venía a la oveja perdida. En busca de mí. Llora, porque en este mundo hace mucho frío y del seno caliente del Padre Dios y de la Virgen cae en tierra fría. ¿Llorará también un día al caer en tus manos sacerdotales? ¿Las hallará frías como las pajas de Belén?
La Virgen levanta al Niño hacia el cielo y le ofrece al Padre, renovando su primer ofrecimiento: «He aquí la esclava del Señor». Entiende y vive las palabras de Ananías: «Yo le daré a conocer cuánto ha de sufrir por el nombre de Jesús».
Renueva tú también la promesa de seguimiento: «Si hay por ahí alguien que quiera venir en pos de Mí...» Tenemos un Niño muy amable por guía. No haya miedo. En habiendo amor, todo será dulce y se allanarán los montes. Con un Rey amable sobre el amor de todas las mujeres no hay frío, ni pobreza, ni abandono que no estén colmados de Dios.

"Jesús, peregrino del Padre: Meditaciones de Semana Santa".


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